Hojas
- S.M.
- 3 ago 2019
- 2 Min. de lectura
El pañuelo blanco de papel flameaba pesado en sus agitadas manos, saturado de lágrimas y mocos, desprendiendo arrepentimiento y rendición. Mientras tanto, ella me ofrecía avales de infidelidad para saldar su deuda. Aquella mujer fuerte, hermosa, compañera, que me había enamorado hasta lo imposible, era ya una parodia de sí misma. Y junto con ella sucumbía mi idea del amor eterno, como un castillo de arena frente al mar indiferente.
Cada hoja del libro íntimo con hermosos recuerdos que vamos escribiendo en nuestro interior, estaban ahora siendo vomitadas por ella junto con cada palabra que salía de su boca. Una tras otra caían regurgitadas sobre la mesa, algunas desgarradas por sus dientes, formando una pila amorfa de papeles y babas. No sabía yo si su intención era entregármelas o simplemente expulsarlas de su cuerpo, pero las junté todas y me las lleve junto con los otros objetos que había ido a buscar.
Al llegar a mi casa, con mucho cuidado separé las hojas una por una y me dispuse a quitar sólo los manchones más oscuros, dejando los más claros sin tocar para no percudir aún más el papel. No pude esperar a que se secaran por completo y comencé a ordenar las páginas. Pero fue tan sólo con ver las primeras que me puse a llorar, justo yo que no lloro nunca y las empapé nuevamente. Fue en ese preciso instante en que comprendí que ya nunca más podría rearmar aquel libro. Entonces junté todas las hojas nuevamente y las guardé en una caja.
Cada tanto, cuando estoy solo y tengo tiempo, abro la caja, saco la pila de hojas y repito el ejercicio de la primera vez. Aunque sé que no lo voy a poder terminar, igualmente sé que no puedo dejar de intentarlo.
P.W.
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